Thursday, March 20, 2008

SI LA MEMORIA NO LE FALLA...

SI LA MEMORIA NO LE FALLA...

Dante recordó a Beatriz como condenado a muerte; volvió a estremecerse como cuando ella alzó la vista y mostró las pupilas criollas de esa niña con cara de malcriada a la que se le ocurrió estudiar Letras Hispánicas en lugar de Biología Marina, quizá porque había descubierto a tiempo que los egresados de esa carrera en México terminaban como laboratoristas o profesores suplentes en remotos planteles públicos hasta que las respectivas “pausias” los alcanzaban.

La misma mirada que lo hizo avergonzarse de haber pensado: “Bella sonrisa; lástima de diente”, debido a una rotura que, como la falla de San Andrés, amenazaba la armonía bajacaliforniana de aquella estudiante que presuntamente pensaba aplicar en Ensenada o en La Paz sus estudios de bióloga; pero que muy en el fondo, y no del mar, no se sentiría nada mal dorada al sol en la cubierta de un yate en Cabo San Lucas, como le confesó en una pedita de cerveza que se pusieron en la cantina La Guadalupana, en el centro de Coyoacán, después de una de tantas sesiones del taller literario.

Dante podía también escribir en algunos de los versos más tristes esa noche: cómo Beatriz colmó lo que él suponía sentir por cada mujer en la que se interesaba. Recordó los encerrones por días, haciendo el amor como conejos drogados en laboratorio, con las mismas ansias de dos expresidiarios, con la furia de quien quiere destruir al prójimo con sólo su desnudez y sus embates. Recordó cómo se aceitaba deliciosamente la espalda de Beatriz en el jadeo, cómo con la bóveda enmarañada de su sexo devoraba su aceitada rigidez a punto de estallar hasta que dolor y placer convergían y se convertían, alquímicos, en líquidas secreciones, en corrientes eléctricas que los desplomaban en agonía simultánea, a veces, y en otras uno miraba con coraje morir al otro antes de tiempo con la vista ausente.

Por eso no soportaba haber sido reemplazado por otro hombre de letras que siempre le pareció amanerado, pero cuya ubicación estratégica dentro de la burocracia cultural fue la llave que abrió para Beatriz la puerta de la celebridad que tanto la obsesionaba desde que se descubrió hábil para la escritura. Ni siquiera había sido sexual la preferencia; había sido mezquinamente una oportunidad para la norteña no florentina de escalar posiciones dentro del reducido mundillo de escritores e intelectuales que rodeaba al poeta y funcionario de finos modales y mirada lánguida.

“Y le valió madre destrozarme; bueno, finalmente halló a su modo lo mismo que llevo también buscando con mis escritos pendejos”, se acusó, disculpándola por un momento.

La llama del fogón reptaba agonizante, invitándolo a echar sobre sus lenguas rojizas y amarillentas los malogrados escritos, perfectamente clasificados y listos para publicación. Le dolían los textos, las manos de escribirlos, los recuerdos de alimentarlos y la vergüenza de querer echarlos al fuego; como nonatos de adolescente, como ese sapo del cuento de Juan José Arreola: eran también un corazón tirado al suelo, al barro.

Los escritos representaban el único testimonio honesto de su capacidad de amar y prodigar dentro de la vida superficial y egoísta que había llevado hasta los niveles más deprimentes; eran un hilván de realidad que lo ataba a su finiquitada relación amorosa. Quemarlos equivalía a volver también cenizas dos años de su vida; destruir lo que evitó que terminara como el Martín Santomé de Mario Benedetti: como un oficinista ocioso y oscuro en alguna dependencia. Pero la de Dante hubiera sido cualquier oficina de administración de la cultura, como último recurso para ver publicado su Oxidente, libro de narrativa breve; ya fuera por compadrazgo, conecte, o de plano entrega de nalgas al hostigador frecuente y declarado que era jefe-expoeta del Departamento de Publicaciones. “La verdad, yo sí se las daría por Oxidente”, especuló con cinismo. “A ella siempre le pareció un desperdicio no publicarlo”, se justificó, apretando fuerte, muy fuerte, el culo.

Creyó aspirar el olor del cabello de la musa peninsular, en medio de esa íntima reflexión homosexual; de ella, que no se explicaba aún cómo un hombre de su complexión podía dedicarse a labores tan delicadas y etéreas...

Pero junto con la decisión de echar al fuego los escritos se fue también al inodoro el recuerdo de Beatriz, que finalmente le pareció una pinche puta advenediza de las letras y autora publicada más célebre por la balanceada y besable redondez de su trasero que La “o” por lo redondo, edición ganada con el sudor de la ingle.

Una Beatriz sublime del Dante, poeta descontinuado y viejo narrador en interinato, deseoso a morir de extirparse el anacrónico lenguaje ondero, a pesar de reciclar en su vida diaria las patanerías rocanroleras heredadas generalmente de los exchavos de La Onda que lo educaron y sus camaradas sesentayocheros; resquicios de una pasada juventud a la que se le mutiló la rebeldía a bayonetazos un miércoles 2 de octubre en Tlatelolco.


Thursday, March 6, 2008

LA MEMORIA DE LOS PUEBLOS

LA MEMORIA DE LOS PUEBLOS

Ya estaba demasiado lejos para Dante –a más de media vida– el cándido inicio en la música folklórica a los 15 años como intérprete de la quena, flauta andina de bambú que para los estudiantes de bachillerato del Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel Sur, era menester aprender a tocar, aún antes de aprender a fumar o tomar cerveza. La quena era para su generación la chimenea del idealismo; por allí se difuminaban las notas que adornaban letras contestatarias heredadas de la canción de protesta y del repertorio de música latinoamericana diversa.

En aquel tiempo era parte del eslabón perdido de los adolescentes mexicanos que se divorciaron del rock por considerarlo “ritmo enajenador de los pueblos y música proveniente del imperialismo yanqui” –más bien por desconocimiento absoluto del inglés y los contenidos bizarros y politizados de sus letras– y que hallaron un refugio en el canto sudamericano de sirenas que volvió suyos los conflictos políticos de los países del Cono Sur. Así, durante la década que abarcó de 1975 a 1985, la generación de Dante se había privado voluntariamente de lo mejor de Pink Floyd (The Dark Side of the Moon, I Wish You Were Here, The Wall), Led Zeppelin (The Song Remains the Same), Rolling Stones (Satisfaction, Street Fighting Men, Sympathy for the Devil, You can’t Always Get what you Want), Emerson, Like & Palmer (Tarkus, Pictures at Exhibition), Premiata Forniera Marconi, The Police, Sex Pistols, Stray Cats, Joe Cocker, Bruce Springsteen y tantas otras “voces extranjerizantes”. Fue una lástima, porque de haber traducido las letras, hubieran hallado sorprendentes convergencias en forma de poesía rebelde.

Educados por desencantados sociales, por exestudiantes del 68 y por profesores exiliados de las dictaduras sudamericanas, Dante y su generación sesgaron sus aptitudes intelectuales hacia la discusión y análisis de la problemática social latinoamericana –valga el determinismo– absorbiendo de rebote todo el adoctrinamiento político que encauzaba optimista su objetivo redentor hacia un orden social igualitario. Todo perfectamente determinista y prefigurado, hasta que una a una, las consignas en las canciones de protesta vueltas banderas fueron arriadas o perdieron su vigencia histórica ante el nuevo desencanto de una generación politizada y polémica, pero más elitizada y menos gregaria que las inolvidables y espontáneas masas estudiantiles del 68.

En tales cavilaciones doctrinarias un balonazo anónimo en plena cara trajo a Dante a la realidad universitaria:

–¡Pásamela, güey, no mames, que orita les empatamos a estos culeros de Ingeniería!– le gritó el sudoroso pasante de Economía. Ése fue el Waterloo ideológico de Dante, su naufragio generacional frente a las “islas” de la UNAM.

Ya en su casa, al oscurecer, “me llamó el enterrador: nunca más he vuelto a oler, a la que me dio, el cortón”...canturreó con sorna, parafraseando los versos de José Martí de La niña de Guatemala que conocía desde adolescente por la canción de Óscar Chávez, mientras se preparaba panes con cajeta y un café con leche. En la intimidad del despecho, odiaba a Beatriz “por culera”, se decía, coincidiendo con el pasante de futbolista de “las islas” universitarias.

Una idea canalla le inundó la iniciativa y trajo de la azotehuela la maciza cazuela con que la robusta tía Lupe le preparaba “su pollito con mole” al sobrino y ahijado consentido, desde su primera comunión. Empapó su suéter favorito con alcohol industrial –el ron merecía mejor suerte, se excusó– y lo arrojó al interior de la cazuela. Encendió un cerillo y con él la prenda húmeda, que ardió en seguida. Estaba obsesionado kafkianamente en arrojar sus repensados escritos a la hoguera con la heroica esperanza de no verlos publicados, pero el amor a sus letras y su propio ego herido por Beatriz OjosClarosySerenos y los consejos editoriales de algunas revistuchas estudiantiles que habían ignorado sus envíos, le dolían más que su desengaño de la tallerista.



MEMORIA HISTÓRICA, MEMORIA HISTÉRICA

MEMORIA HISTÓRICA, MEMORIA HISTÉRICA

Dante ya había recorrido mucho trecho en esas andanzas, casi hasta repetirse y momificarse en la solidaridad, y había dejado desde hacía bastante tiempo atrás su empecinado seguimiento documental del rock mexicano, tras atiborrar su pequeña recámara de gavetas, libreros, cajas de cartón y disqueros con los materiales más necesarios para escribir la historia neta del movimiento contracultural por excelencia, hasta que fue comercializado por las grandes corporaciones trasnacionales, en México.

Ante la evidente imposibilidad y la voluntad de culminarlo, amén de la edad que nada perdona –despegaba de los 33 años con mayor rapidez de lo que se daba cuenta– sólo tenía en su casa paterna una desordenada morgue de flyers, posters y camisetas de tocadas de rock que como hojas de otoño, fueron resecándole el entusiasmo y tamizando con su propia resequedad los apuntes de la inacabada tesis de literatura novohispana.

La tesis fue otra obra que se propuso algún día animarse a culminar, después de haber hecho 1,959 fichas bibliográficas en El Colegio Superior de México sobre el control inquisitorial del teatro novohispano en el siglo XVIII, y de pasarse más de cinco años en la Galería 4 del Archivo General de la Nación, escamotéandole tiempo a una beca de El Colegio para documentar su propia investigación, a la par de la rockera.

Proseguía neciamente como integrante de un grupo musical versátil, pero el oficio, aparte de mitigarle los apremios económicos en la que debería ser una plena edad productiva, le permitía seguir en el desmadre irresponsable y bebiendo gratis los fines de semana, mientras divertía a quinceañeras y chambelanes de la periferia al ritmo de cumbias, salsa, corridos norteñitos y covers de rock sesentero estilo Teen Tops y Los Hooligans:

Sobre un arcoiris

F G C

tesoros tú hallarás

Em

al final de una historia

F G

memorias tú tendrás.

La edad le cobraba la factura en abonos; había perdido dos muelas y la tercera a medio atender mostraba en su cariado que correría el mismo destino que las anteriores. Su cara tenía un color cobrizo y marcadas arrugas faciales por las desveladas y por soplar desmesuradamente dos veces a la semana desde hacía 8 años, la vieja flauta transversal Wurlitzer para adornar los bossanovas y salsas del repertorio de Los Sibaritas,

GRUPO VERSÁTIL PARA TODO TIPO DE FIESTAS Y EVENTOS SOCIALES CON TRANSPORTACIÓN PROPIA

Y SERVICIO DE LUZ Y SONIDO OPCIONAL

como se anunciaban gratuitamente en los clasificados de una revista. Los surcos arriba de la boca le transformaban en mueca amarga cualquier atisbo de sonrisa. Ya habían pasado los buenos tiempos en que los semiebrios sibaritas levantaban de las fiestas a jóvenes, también semiebrias por supuesto, después de cada tocada, envalentonados por el alcohol y el ambientazo a que su oficio obligaba.