Tuesday, February 26, 2008

LOS CABALLEROS NO TIENEN MEMORIA

LOS CABALLEROS NO TIENEN MEMORIA

Dante regresó del flashback familiar enfadado. Se sabía un “parasitario universitario”, en un juego de palabras de la tallerista infiel y “un infeliz gusano de la tierra”, en términos de la frase que le escuchó a una devota tía evangélica de Beatriz, al referirse a su marido en un arrebato bíblico.

Se sintió mal por desenvolverse desde niño sólo en los alrededores de la universidad, ubicada tan cerca de su rumbo natal que podía llegar a ella en bicicleta o caminando, inclusive.

Maldijo no haber trascendido las borracheras estudiantiles oyendo viejas canciones panfletarias de la nueva trova, jazz y rock, con condiscípulos de provincia venidos a estudiar alguna ingeniería en los condominios cercanos a la UNAM, y los patios fiesteros de las casi vecindades de sus amigas hijas de obreros y de amas de casa, que ingresaron a la “exótica” Facultad de Filosofía y Letras tan sólo para no seguir lavando los trastes y los calcetines de sus hermanos y padres.

Nada liberaba a Dante de su insulsa vida bohemia refrendada hasta el hastío, en la que holgazaneaba algunos días a la semana en los pasillos de la Biblioteca Central, gigante cajón de libros forrado de piedritas de colores, pretextando consultas eruditas para su inacabable tesis. Y por las tardes de esos mismos días, cuando no daba algunas clases de Literatura a nivel bachillerato en un plantel privado sobre el Anillo Periférico, deambulaba como tantos otros zombies matriculados sobre el mullido césped de la zona arbolada al centro de los edificios universitarios conocida como “Las Islas”.

Estas ínsulas eran un gigante hotel al aire libre de cinco materias y no estrellas, en el que las parejas de estudiantes de distintas facultades “mataban” las aburridas clases y convergían hormonalmente para dar rienda suelta a sus supremos instintos amorosos, y adonde otros finalmente culminaban sus aspiraciones preconyugales –y sus destinos domésticos– antes de graduarse. Esas confortables “islas” arboladas del campus lo mismo servían diariamente como concurrida cancha sin tribunas para las plebeyas cascaritas de futbol de los desertores de clases, que para soportar los mitines más furiosos en solidaridad con lo que fuera y en repudio contra lo que fuera, con la regular frecuencia que la politizada y púber hormona de los estudiantes exigía, o la movilización que alguna célula política enquistada en la facultad necesitaba fomentar.

Rebotaban en la mente de Dante las hiperbólicas arengas de un orador militante y desinformado, de no más de 19 años, que allí mismo se desgañitó en un reciente mitin: “¡…porque, compañeros, el juicio de la historia a esos fascistas, compañeros, vengará a los miles de compañeros estudiantes caídos el 12 de octubre en la plaza de Tlaltelooolcoo, compañerooos!”.

Sí, eran las mismísimas “islas” adonde se podía traficar libremente y bajo un saludable aroma de bosque un “churrito” de “mota” que permitía a los no tan jovencitos adictos fumarlo inclusive en círculo ritual, debajo de los salones de la Facultad de Derecho; literalmente, a las plantas de algún catedrático que luego resultaba narcojurista, y ante las cacarizas narices cómplices de algunos semianalfabetas empleados de vigilancia. Torvos individuos que, apoltronados en maltratadas patrullas Volkswagen blancas y rojas, ocupaban sus horas hábiles en extorsionar a los vendedores ambulantes de comida, libros viejos y artesanía, así como a esos otros residuos anacrónicos de hippies en los pasillos de la Facultad de Filosofía, que vendiendo cassettes de rock y new age deambulaban por ese gran edén del desempleo. Después pasaban su cuota al líder sindical universitario hasta su propio domicilio, como patrulleros a su comandante en turno.

Durante años, Dante tomó nota de esas anécdotas ordinarias y se prometió volverlas novela, así como sus descripciones de las gigantescas rondas de slam dance que presenció en frecuentes conciertos de rock –también en las “islas”– organizados a nombre de cualquier causa o conflicto histórico de cualquier continente, y que permitían a algunas de las bandas participantes tocar ante las mayores multitudes que en toda su carrera tuvieran oportunidad. A su parecer, resultaban memorables esos jóvenes descamisados patinando enloquecidos sobre el lodazal en que se convertía la gran explanada universitaria durante los conciertos organizados por agrupaciones políticas de advenedizos, mismos que años después se convertían en cretinos funcionarios estatales.

Era la misma explanada histórica en la que se hicieron las primeras grandes concentraciones estudiantiles del Movimiento del 68, adonde cantaron décadas atrás Óscar Chávez y José de Molina, el mismísimo trovador rebelde y sonorense que entonaba desgarradamente

A parir, madres latinas,

a parir más guerrilleros,

ellos sembrarán jardines,

adonde había basureros.

Fueron mitines documentados en los que también habían participado el cantor Roberto González y el grupo musical Los Nakos, que precisamente cantaba una parodia de la canción infantil de moda Vagabundo, cambiándolo por Granadero:

Mamá mamá, ayer cuando estudiaba

Me miró un hombre y me golpeaba

Me dijo ser“ un pinche granadero”

Mamá ¿que cosa es... un granadero?

¡Ay, ay, ay ay!

Jamás nosotros seremos granaderos

Vivimos del amor, y de ilusiones

Ni tú ni yo seremos granaderos…

O algo así. Allí, durante festivales en lugar de mitines, generaciones después del 68, rockeros encervezados y lo más lejanos posible a la productividad, así como lindas teens oriundas de cercanos fraccionamientos residenciales que se atrevían a darse su primer toque de mota frente al edificio de Rectoría, le mentaban desgarradamente la madre a las autoridades universitarias y gubernamentales en turno, con la impunidad y cómoda seguridad de que todo ello era estéril.

Era el mismo espacio donde los futuros licenciados en abonos se daban cita eventualmente, esperando clases, en las “islas” edénicas, protegiéndose de la llovizna a veces con el ejemplar del día del periódico -antes el Excelsior, luego el unomasuno y ahora La Jornada, y a veces con las cartulinas pintarrajeadas de consignas radicales en los cubículos de los comités de lucha respectivos, o de plano con los apuntes fotocopiados de cualquier materia, con tal de no perderse las tocadas de rock.


Saturday, February 16, 2008

MEMORIAS DE UN MEXICANO

MEMORIAS DE UN MEXICANO

Mientras Dante caminaba por el circuito universitario rumbo a su facultad, en la que tenía la condición académica casi momificada de “pasante”, recordó que ese roce social también fue, más que mínimo, ínfimo, con la clase pudiente: fue hace años, cuando acompañó a su padre como ayudante de plomero a la gigantesca casona del sobrino de quien había sido “el regente de hierro”, ubicada en el exclusivo sector poniente de la Ciudad de México, las Lomas de Chapultepec.

El segundo oficio dentro de la economía informal de don Antonio Aldana era la plomería; el principal había sido como carpintero mayordomo de los desaparecidos talleres ferroviarios de San Lázaro, en cuyos terrenos años después se edificaría la Suprema Corte de Justicia. Al desaparecer el combativo reducto de sindicalistas ferrocarrileros que habían logrado la libertad de su líder Demetrio Vallejo, encarcelado desde 1959, a don Toño lo habían “jubilado” al cumplir los 50 años. A ello coadyuvaron las insistencias al respecto de sus tres hijos mayores, que ya trabajaban, mermando con ello la economía familiar en cuanto éstos adquirieron estatus conyugal y huyeron del hogar a la primera oportunidad que tuvieron.

Nunca antes el Dante adolescente, el último de siete hermanos, había pisado un lugar tan pulcro como la gigantesca recámara de otro muchacho que, por las afinidades y gustos musicales, seguramente era de su misma edad –16 años– ni había visto semejante colección particular de discos de rock en una sola estancia, la que en dimensión equivalía al patio de la pequeña casa del barrio de Tizapán adonde los Aldana Ríos vivían.

Tampoco Dante había dejado de asombrarse con esa esquina de la enorme terraza que se convertía en un foro mediano de un club de rock, con su stage profesional, acondicionado con luces reflectoras de todos colores en el techo, con potentes amplificadores Marshall para cada instrumento de cuerda y con una hermosa batería de seis toms de aire azul marino en hilera que remataban en unos lustrosísimos platillos Ziljian, casi intocados, como lo indicaban las baquetas sobre la radiante tarola, también sin muestras de haber sido aporreada consistentemente por rockero alguno.

Dante no había experimentado de modo más directo el impacto de la división de clases sociales y la economía subterránea que le explicaban en aquellos ya lejanos e idealizados tiempos sus politizados profesores del bachillerato –auxiliados por aburridos libros del siglo pasado y principios de éste que terminaba– sino hasta el momento en que su padre, sudoroso y con un olor a plomo, recibía ¡20 dólares de propina! por parte del sonriente encorbatado en traje azul marino; vestuario tan impecable como el bombo y el tom de piso de aquella bataca de su junior.

Su elegante portador sonreía con benevolencia de político populista, quizá ensayando su próximo baño de pueblo, mientras le decía:

–Muy bien, Don Toño; quedó perfectamente reinstalado ese lavabo frente al espejo. Mi esposa siempre insistía en que allí sí podría maquillarse bien y a gusto. ¡Ya ve cómo son de obsesivas las mujeres con sus caprichos!

Lo dijo a manera de disculpa por el laborioso desmonte de tubos, válvulas, cromos y muebles de baño efectuado por don Antonio y su hijo. Pero el exferrocarrilero que había desmontado gigantescos motores diesel de locomotora en San Lázaro distaba mucho de ser un “chambón” y el caprichoso cambio de mobiliario no dejó rastro alguno en el fino mármol de uno de tantos baños, inodoros, casi sin uso, que la mansión tenía. No en balde surgió la espléndida propina en dólares por parte del político, puesto que el plomero había cotizado en 30 pesos su “talacha”; es decir, en menos de tres billetes verdes al tipo de cambio entonces, de $12.50 por dólar.

“¿Sería dinero lavado desde entonces?”, especulaba ahora el Dante treintón como paréntesis en su evocación.

Siguió recordando que el licenciadete en algo sonrió al ayudante. Le agradeció el apoyo a su padre en la labor y dijo con displicencia:

–Ojalá así me ayudara mi muchacho en la campaña... pero para él sólo sus tamborazos y rocanroles cuentan; tú lo sabes, si tienes su misma edad. ¿Qué le hacemos, verdad, don Toño?

El rielero jubilado, ahora plomero, alzó los hombros e hizo una mueca de deslinde al más puro estilo de Pedro Infante en sus películas, mientras limpiaba con un trapo más que sucio y guardaba la última llave Steelson en la caja de herramientas, con la satisfacción del cirujano lleno de sangre que ha trasplantado con éxito un riñón.