LOS CABALLEROS NO TIENEN MEMORIA
Dante regresó del flashback familiar enfadado. Se sabía un “parasitario universitario”, en un juego de palabras de la tallerista infiel y “un infeliz gusano de la tierra”, en términos de la frase que le escuchó a una devota tía evangélica de Beatriz, al referirse a su marido en un arrebato bíblico.
Se sintió mal por desenvolverse desde niño sólo en los alrededores de la universidad, ubicada tan cerca de su rumbo natal que podía llegar a ella en bicicleta o caminando, inclusive.
Maldijo no haber trascendido las borracheras estudiantiles oyendo viejas canciones panfletarias de la nueva trova, jazz y rock, con condiscípulos de provincia venidos a estudiar alguna ingeniería en los condominios cercanos a
Nada liberaba a Dante de su insulsa vida bohemia refrendada hasta el hastío, en la que holgazaneaba algunos días a la semana en los pasillos de
Estas ínsulas eran un gigante hotel al aire libre de cinco materias y no estrellas, en el que las parejas de estudiantes de distintas facultades “mataban” las aburridas clases y convergían hormonalmente para dar rienda suelta a sus supremos instintos amorosos, y adonde otros finalmente culminaban sus aspiraciones preconyugales –y sus destinos domésticos– antes de graduarse. Esas confortables “islas” arboladas del campus lo mismo servían diariamente como concurrida cancha sin tribunas para las plebeyas cascaritas de futbol de los desertores de clases, que para soportar los mitines más furiosos en solidaridad con lo que fuera y en repudio contra lo que fuera, con la regular frecuencia que la politizada y púber hormona de los estudiantes exigía, o la movilización que alguna célula política enquistada en la facultad necesitaba fomentar.
Rebotaban en la mente de Dante las hiperbólicas arengas de un orador militante y desinformado, de no más de 19 años, que allí mismo se desgañitó en un reciente mitin: “¡…porque, compañeros, el juicio de la historia a esos fascistas, compañeros, vengará a los miles de compañeros estudiantes caídos el 12 de octubre en la plaza de Tlaltelooolcoo, compañerooos!”.
Sí, eran las mismísimas “islas” adonde se podía traficar libremente y bajo un saludable aroma de bosque un “churrito” de “mota” que permitía a los no tan jovencitos adictos fumarlo inclusive en círculo ritual, debajo de los salones de
Durante años, Dante tomó nota de esas anécdotas ordinarias y se prometió volverlas novela, así como sus descripciones de las gigantescas rondas de slam dance que presenció en frecuentes conciertos de rock –también en las “islas”– organizados a nombre de cualquier causa o conflicto histórico de cualquier continente, y que permitían a algunas de las bandas participantes tocar ante las mayores multitudes que en toda su carrera tuvieran oportunidad. A su parecer, resultaban memorables esos jóvenes descamisados patinando enloquecidos sobre el lodazal en que se convertía la gran explanada universitaria durante los conciertos organizados por agrupaciones políticas de advenedizos, mismos que años después se convertían en cretinos funcionarios estatales.
Era la misma explanada histórica en la que se hicieron las primeras grandes concentraciones estudiantiles del Movimiento del 68, adonde cantaron décadas atrás Óscar Chávez y José de Molina, el mismísimo trovador rebelde y sonorense que entonaba desgarradamente
A parir, madres latinas,
a parir más guerrilleros,
ellos sembrarán jardines,
adonde había basureros.
Fueron mitines documentados en los que también habían participado el cantor Roberto González y el grupo musical Los Nakos, que precisamente cantaba una parodia de la canción infantil de moda Vagabundo, cambiándolo por Granadero:
Mamá mamá, ayer cuando estudiaba
Me miró un hombre y me golpeaba
Me dijo ser“ un pinche granadero”
Mamá ¿que cosa es... un granadero?
¡Ay, ay, ay ay!
Jamás nosotros seremos granaderos
Vivimos del amor, y de ilusiones
Ni tú ni yo seremos granaderos…
O algo así. Allí, durante festivales en lugar de mitines, generaciones después del 68, rockeros encervezados y lo más lejanos posible a la productividad, así como lindas teens oriundas de cercanos fraccionamientos residenciales que se atrevían a darse su primer toque de mota frente al edificio de Rectoría, le mentaban desgarradamente la madre a las autoridades universitarias y gubernamentales en turno, con la impunidad y cómoda seguridad de que todo ello era estéril.
Era el mismo espacio donde los futuros licenciados en abonos se daban cita eventualmente, esperando clases, en las “islas” edénicas, protegiéndose de la llovizna a veces con el ejemplar del día del periódico -antes el Excelsior, luego el unomasuno y ahora La Jornada, y a veces con las cartulinas pintarrajeadas de consignas radicales en los cubículos de los comités de lucha respectivos, o de plano con los apuntes fotocopiados de cualquier materia, con tal de no perderse las tocadas de rock.
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